“Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis.”
Romanos 12:14 RVR1960
Es frecuente que se maldigan las personas unas a otras por las malas relaciones que se llegan a generar en la interacción social. Se puede maldecir tan frecuentemente que uno pierde la noción de que lo está haciendo, ya que se ha convertido en un hábito. La maledicencia es una característica propia de los que no conocen a Dios. Pero, ¿qué es una maldición?
Maldecir es la acción de proferir, lanzar o echar maldiciones contra alguien o algo, siendo la maldición una desgracia, desdicha, desventura o adversidad a modo de castigo impuesto por una fuerza sobrenatural. También una imprecación, ofensa o blasfemia dirigida contra alguien, manifestando aversión u odio y en especial el deseo de que le sobrevenga algún perjuicio. Vemos en las Sagradas Escrituras que hay poder de vida o muerte en lo que hablamos (Proverbios 18:21 RVR1960), y hay muchos casos en los que una bendición pudo cambiar vidas, como en el caso de la que fue usurpada a Esaú por su hermano Jacob (Génesis 27:1-40 RVR1960), mientras que Balac quiso que Balaam maldijese al pueblo de Israel, y Dios no lo permitió (Números 22:5-12 RVR1960). ¿Cuál es la trascendencia de esto? Verdaderamente, la palabra y los deseos del corazón de bendición o maldición pueden desencadenar poder de lo alto. Vemos a Pablo diciéndonos: Bendigan a los que los persiguen, bendigan y no maldigan.
Uno de los principales afectados al maldecir es uno mismo, además de que solo exteriorizamos odio y maldad. Pero cuando bendecimos a otros, con un ‘Dios te bendiga’, estamos deseando todo tipo de bien para esa persona. Ni en nuestros peores momentos podemos, como cristianos, maldecir a otros. Estamos llamados a bendecirlos, demostrar el amor de Cristo y que nuestra boca profiera siempre palabras de vida y bien, con el deseo y confianza de que serán respaldadas con el poder divino.
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