“Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados.”
Hebreos 12:11 RVR1960
Siempre recordamos con aprehensión cuando nuestros padres nos disciplinaban por alguna mala acción cometida. Nuestra desobediencia nos llevaba a recibir un regaño o castigo, en dependencia de la gravedad del asunto. Y, desde nuestra perspectiva, nos parecía que no nos dejaban ser felices, que nos tenían amargados y demasiado controlados, hasta que crecimos y fuimos padres nosotros.
Cuando nos tocó a nosotros ser padres, entendimos por qué nos disciplinaban. Muchos nos hemos estremecido de miedo por lo que podría haber sucedido a nuestros hijos, pues en su inocencia, no son conocedores de los peligros a los que se exponen. Y entendemos entonces que el padre que no corrige a su hijo, no lo quiere. Un padre indolente solo expone a su descendencia a accidentes o a una personalidad distorsionada. Vemos en este pasaje que se nos dice: Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados. Y verdaderamente, nadie quiere ser castigado. Nos entristece y sentimos que nuestros padres son muy duros. Pero posteriormente en nuestra vida se evidencia la educación que recibimos desde pequeños. Del mismo modo, nos parece excesivo cuando nuestro Padre Celestial nos corrige, pero lo hace para modificar nuestra conducta, y que finalmente, seamos salvos.
Cuando disciplinamos a nuestros hijos, siempre bajo el principio de la mesura y sin excesos, demostramos que nos preocupamos por ellos y los amamos. Cuando Dios nos disciplina, nos considera sus hijos y como tal nos trata. Y en cualquiera de los casos, se obtendrán frutos, unos para que sean mejores personas y no estén expuestos a peligros, otros para salvación y vida eterna. ¡El Señor te bendiga!
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